lunes, 6 de agosto de 2018

Renacer



Qué dicha deben sentir, los que aman con libertad…
Quiero decir, los que saben que aman de verdad, los que saben que son amados de verdad.

Me pregunto, manchando mis páginas vacías con un café amargo mal tomado, a qué debe saber el inefable despertar, sabiéndonos abrazados del amor, con la certeza amaurótica de tenerlo también mañana, y toda la existencia, enredado entre las sábanas sudadas, y los pelos desordenados, nadando en el caos progresivo de la creación, que reverdece cada vez que nos da por agradecer.

Me lo pregunto tal vez envidiando, y de mala manera, a quienes sí tienen, fuera de esta ventana, su destino tomando su cintura, siendo presa voluntaria del deseo de perecer sumido en un suspiro acompasado, sin tener que mirar cómo se apresura el reloj, sin los labios sangrantes de tanto suplicar que todo sea real al volver a parpadear, regresando los pasos por la misma playa que les roba las huellas, pretendiendo que el sueño donde todo sucede, dure solo un poco más… o que, en la arrogancia del dolor, allí se les permita quedarse.

Y me respondo en el consuelo del que pierde su propia carrera de un solo competidor, que si fuera uno de los otros, no habría entendido lo barato que significa, realmente, dar la vida por rozar apenas la punta de los dedos de quien se ama; y alcanzar, aunque sea en la anestesia del destiempo, a acariciar un rizo de sus cabellos; poder sorber su aliento como inspiro renacentista, o tan solo contemplar la vulnerabilidad de su sueño… vigilante sin alas de cada uno de sus mundos. Ofrecer el alma, como quien se arrastra por una gota de agua que sabe que lo va a salvar, y no necesita más; como quien desgarra sus días en jirones, por un trago de futuro menos amargo, con la esperanza de encontrar en alguno de esos resquicios, la fuerza convulsionante, la risa que se fue con él.

Si fuera uno de los otros, me encontraría probablemente abrazando el sueño alcanzado, sin haber sabido lo que es buscarlo perdida entre la penumbra y la borrasca, entre arenas movedizas, con la agonía tirando de los zapatos, alumbrando las pupilas con el brillo fúnebre de lo infértil, y la quietud de la piel inhabitada de quien propicia su propio partir...